The Politics of Ecstasy, by T. Leary

La aparición en la escena pública de la LSD a mediados de la década de 1960 en Estados Unidos fue, sin duda, el acontecimiento más relevante de la contracultura de aquellos años. Representó un revulsivo contra los valores de la sociedad establecida, actuando como detonante del cambio de conciencia de un segmento significativo de los jóvenes de la época.

Fenómeno de origen anglosajón, Counter culture debería traducirse más literalmente por “cultura alternativa”, pues su intención no es tanto combatir la cultura domiginnante como salirse de ella. Una cultura marginal, integrada por personas que viven fuera de las normas establecidas.

La primera manifestación popular de esta cultura alternativa fue el movimiento hippy, que alcanzó su clímax el año 1967 en San Francisco, con el llamado “Verano del amor”, con ocupaciones masivas de parques públicos para hacer recitales de poesía, música, comidas fraternales, fumar hierba, tomar ácido, practicar meditación o hacer el amor.

Esta eclosión pública del hippismo supuso, en parte, su banalización y su integración como moda vaciada de contenido. A partir de entonces, sus herederos, resueltos a no dejarse integrar, se autodenominarán Freaks, que podría traducirse como “bichos raros”.

El freak, como el hippy y el beatnik, sus precursores ideológicos, no lucha por la transformación económica y social como otras corrientes de su época, sino por la transformación personal. Las batallas que ha de librar están en el interior de sí mismo.

El interés por el mundo interior como reacción contra una modernidad alienante fue uno de los ejes principales de la contracultura de los años 60 y 70. Dos factores fueron determinantes en este interés, ambos fundamentales en la elaboración y difusión de la cultura freak: la divulgación de las tradiciones filosóficas de Oriente (budismo, hinduismo y taoísmo) iniciada por el movimiento beatnik en los años 50 y la aparición en escena de dos sustancias alucinógenas: el cannabis (marihuana o hashish) y muy especialmente la LSD (dietalimida de ácido lisérgico).

Aunque su auge entre los jóvenes comenzó a finales de los 60, el movimiento beatnik ya había elevado la marihuana a la categoría de inductora de estados místicos; el poeta Allen Ginsberg la bautizó como “hierba sagrada”.

Sin embargo, la LSD es un fenómeno totalmente nuevo. Conocida entre los freaks como ácido o trip (viaje), su círculo de usuarios es más restringido y en cierta manera más hermético. No es propiamente una droga, en el sentido corriente del término; no produce adicción, ni tolerancia, ni síndrome de abstinencia, pero sus efectos psíquicos son muy fuertes. Es un poderoso agente de introspección, un viaje que permite explorar el territorio más incógnito: la propia mente.

Sintetizada en 1938 por Albert Hoffman, sus efectos psíquicos no se descubrieron hasta 1943, cuando éste, análizando la substancia, la rozó accidentalmente, bastando ésta ingestión cutánea para convertirlo en el primer viajero con LSD de la historia.

Durante los años siguientes la LSD se usó con éxito en tratamientos e investigaciones psiquiátricas, muchas personas lo utilizaron en procesos terapéuticos, entre ellas conocidos actores de Hollywood como Gary Grant o James Coburn. Pero el hombre que abriría la caja de Pandora de la LSD fue el psicólogo Timothy Leary, profesor de psicoterapia de la universidad de Harvard.

En 1962 empezó a organizar sesiones de LSD con grupos de estudiantes voluntarios, para después compartir las experiencias y debatir sobre ellas. Los estudiantes que asistían a las clases prácticas del doctor Leary eran cada vez más numerosos, una corriente de entusiasmo recorrió el campus. Se hablaba de revolución interior, de política del éxtasis, la euforia amenazaba con contagiar a otras universidades del país. Las autoridades se alarmaron, presionaron a la universidad y ésta canceló el proyecto. Leary continuó sus actividades desde una fundación privada, pero en 1965 la policía clausuró el centro, le encarceló y se prohibió la LSD, incluyéndola en el grupo de drogas estupefacientes, como había pasado años antes con la marihuana, acabando así con las investigaciones y los usos psicoterapéuticos.

Promocionada por el escándalo y prestigiada por su prohibición, la LSD salta a la escena de los jóvenes y se extiende como la pólvora, muchos querrán realizar el “viaje”, la mayoría sin la más mínima preparación. A partir de entonces el ácido se fabricará en laboratorios clandestinos, sin ningún control por parte del usuario sobre la calidad, pureza, estado de conservación, dosificación, etc.
Inevitablemente, el trip se convertirá en el sacramento de un nuevo culto pagano y en el eje vertebrador de su proceso iniciático.

Este nuevo culto entra en Europa primero por los países de tradición protestante, más afines a la onda americana, y su meca fue Amsterdam que significó para los freaks lo que París para los contestatarios políticos.

Cada país tuvo su versión local; aquí se conoció como “El Rollo”. El Rollo fue un conjunto de tribus muy heterogéneas que participaban en mayor o menor grado de la filosofía freak. En Cataluña, aunque hubo grupos sueltos desde 1968, no podemos hablar de un movimiento con suficiente quórum, hasta 1971. El “Festival de Música de Granollers”, ese mismo año, con 10.000 asistentes supuso la primera manifestación masiva del Rollo catalán y el principio de su extensión (cuatro años después el “Canet Rock”, acogerá a 40.000 personas).

Para la gente del Rollo antes, después, o junto a las nuevas drogas estaba la música. La música compartía con los alucinógenos el ser una experiencia no verbal. Bajo los efectos del cannabis y no digamos de la LSD es difícil, a veces imposible, articular un discurso verbal e incluso seguirlo, por el contrario hacer y sobre todo escuchar música es un placer que se adecua a la perfección al estado producido por estas sustancias.

Pero lo mas esencial del Rollo no fueron sus manifestaciones externas, sino internas; los cambios producidos en la conciencia única de cada individuo.

En este sentido el Rollo fue una corriente iniciática que afectó transversalmente la sociedad de su época. Los iniciados se reconocían entre sí.

En él podemos detectar características de todo proceso iniciático, como el nuevo nombre o mote que da la comunidad de iniciados al nuevo adepto, al “renacido”, nacido por segunda vez a partir de su experiencia interior.

Como la vestimenta, es decir los hábitos propios del iniciado. Hábitos dentro de una gama muy amplia, puesto que lo esencial era ir contra la uniformización, que se daba en otros ámbitos de identidad más cerrada, donde, la elección de una prenda u otra podía desestructurar el uniforme. En el Rollo esto no era así, dado que el modelo a seguir era la expresión de la propia personalidad.

No se trataba de seguir un patrón ajeno sino de buscar uno propio, vivir la propia aventura. No era más importante el que viajaba a Katmandú que el que no se movía de su barrio, porque la experiencia interior es la que da sentido y altura a la propia vida. El auténtico viaje es un proceso de conocimiento que lleva hacia uno mismo, hacia la propia singularidad.

Y el principal detonante de ese proceso fue el trip, el viaje al más allá interior que permite atisbar el cielo y el infierno que hay en cada uno de nosotros.

Las drogas ilegales son todavía un tema tabú y un verdadero problema social, pero al margen del juicio que hagamos hoy de ellas, no podremos encarar la historia de esa época, con un mínimo de rigor, sin tenerlas en cuenta.

Al final de la década, aparecieron nuevas drogas en escena: cocaína, heroína; movían mucho dinero, su público potencial es mayor y son tremendamente adictivas. Hicieron estragos entre las gentes del Rollo. Se acababa la fiesta y empezaba la resaca. Unos supieron encontrar el camino de regreso y aplicar lo que habían aprendido, otros se perderían irremediablemente.

La misma búsqueda de singularidad, que los llevo a marginarse, los llevaba ahora hacia la autodestrucción; “me destruyo para saber que soy yo y no todos ellos”, como diría Artaud.

Al fin y al cabo la prohibición situó todas las drogas en un mismo plano, jugando una mala pasada a muchos buscadores bienintencionados de un mundo mejor en el interior de si mismos. Y es que determinadas drogas no están prohibidas porque sean peligrosas, sino que son peligrosas porque están prohibidas.

Martí Sans

(Publicado originalmente en un número especial de la revista Ulises con motivo del centenario de Hoffman, enero 2006.)